Pancho Peyo T
Cada septiembre, el eco del “Grito de Dolores” retumba en plazas y recuerdos, reafirmando una narrativa fundacional: la madrugada del 16 de septiembre de 1810 como el inicio único de la Independencia de México. Pero la historia, como un mosaico complejo, guarda piezas ocultas. ¿Y si ese grito no fue el principio, sino la radicalización de un proceso que empezó antes? ¿Y si la consumación en 1821 no fue el final, sino apenas el endoso de una lucha que se prolongaría por décadas? Historiadoras como Guadalupe Jiménez Codinach nos invitan a revisar las fechas canónicas para descubrir una historia más larga, más rica y menos conveniente.
1808: La Chispa Oculta en la Crisis Imperial
Para encontrar el verdadero germen de la independencia, debemos retroceder dos años antes del Grito de Dolores, hasta el convulso 1808. Napoleón Bonaparte invade España, fuerza la abdicación de Fernando VII y desata una crisis de legitimidad sin precedentes en el imperio. En la Nueva España, la noticia actúa como un detonante intelectual.
La pregunta que resonó en los pasillos del poder novohispano fue simple pero revolucionaria: ¿quién debía gobernar en ausencia del rey legítimo? Fue entonces cuando criollos ilustrados, como el fraile mercedario Melchor de Talamantes, propusieron desde el Ayuntamiento de la Ciudad de México la formación de una junta de gobierno autónoma, leal a Fernando VII pero independiente de la Junta de Sevilla que gobernaba en nombre del monarca. Este movimiento, aunque sofocado por las autoridades virreinales, fue el primer acto político serio que puso sobre la mesa la idea de la soberanía propia. La independencia, pues, no nació como un grito de guerra, sino como un debate legal y político en respuesta a una crisis europea.
1810: El Grito Radical y el Estratega Olvidado
Este impulso autonomista se mantuvo latente y se materializó en la Conspiración de Querétaro. Aquí es donde la historiografía revisionista reclama justicia para una figura crucial: Ignacio Allende. El plan original, urdido por militares criollos como Allende y Juan Aldama, era ejecutar un levantamiento ordenado en diciembre de 1810. Su objetivo no era la separación inmediata, sino forzar la creación de una junta gobernante que defendiera el reino de cualquier influencia francesa o napoleónica.
Allende era el cerebro militar, el estratega que concebía una revolución controlada desde las elites criollas. El descubrimiento de la conspiración desbarató esos planes meticulosos y forzó la mano. Miguel Hidalgo, en un acto de audacia desesperada, optó por llamar al pueblo el 16 de septiembre. La decisión de Hidalgo fue un punto de inflexión: transformó un golpe político criollo en una rebelión social masiva, imparable y often sangrienta. Las tensiones entre Allende, horrorizado por la pérdida de control, y Hidalgo, representan la dualidad de un movimiento que, desde su estallido, cargó con dos almas: una política y ordenada, y otra popular y revolucionaria.
1821: Una Independencia Pactada, una Revolución Inconclusa
La entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México en septiembre de 1821 se celebra como la “consumación” de la Independencia. Sin embargo, el Plan de Iguala y el Abrazo de Acatempan fueron, sobre todo, una astuta negociación política. Iturbide pactó con las elites criolla y peninsular una independencia que garantizara tres cosas: la religión católica, la unión entre los grupos sociales y la independencia misma. Fue un acuerdo conservador que buscó preservar el statu quo, evitando los cambios sociales radicales que habían espantado a los poderosos durante la insurgencia de Hidalgo y Morelos.
¿Terminó ahí el proceso revolucionario? En absoluto. La verdadera lucha —la de definir el proyecto de nación— apenas comenzaba. Los once años de guerra habían logrado la separación de España, pero no habían resuelto las preguntas fundamentales: ¿república o monarquía? ¿Gobierno federal o central? ¿Una nación para las elites o para el pueblo?
Las décadas que siguieron —el fallido Imperio de Iturbide, la Guerra de Reforma, la Intervención Francesa e, incluso, la Revolución de 1910— fueron la continuación inevitable de esa lucha por completar una independencia que en 1821 había quedado trunca. Fueron los capítulos posteriores de un mismo ciclo revolucionario destinado a definir la soberanía, la justicia y la identidad de México.
La próxima vez que escuchemos el repique de la campana de Dolores, recordemos que conmemoramos no un día, sino el inicio de un largo y tortuoso camino. Un proceso que empezó en las juntas de 1808, se radicalizó en 1810 y cuya promesa de verdadera liberación tardaría un siglo, o más, en intentar cumplirse. La independencia, al final, no es una fecha en el calendario, sino una tarea en constante construcción.