Ficción > Vértigo

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Por Isa González

Enciende la luz y se prepara para ocupar el amplio espacio, empieza con movimientos lentos, hace círculos con los talones, estira los brazos, mueve la cabeza de lado a lado hasta que su cuerpo desnudo despierta. No puedo dejar de observar sus extremidades largas, los bíceps, muslos y pantorrillas de músculos fuertes, fibrosos. Miro la cicatriz queloide entre la nariz y el labio superior, el miembro colgando manso entre las piernas. Una vez acostumbrada a su presencia, ajusto el zoom y recorro a través de la lente el espacio donde ejecuta su rutina de baile. Una silla, un escritorio en cuya base se apilan un montón de bolsas de M&M, la bocina y unas sandalias.

Los talones del vecino se separan del piso, el peso se concentra en los metatarsos y en los dedos de los pies descalzos. “Opium” de Dead Can Dance suena en la bocina, voces e instrumentos atraviesan la calle y entran abruptos por mi ventana abierta. Su cuerpo desnudo es desierto. Hago un close-up, sus poros húmedos se dilatan. El rostro inerte apenas muestra una ligera apertura de labios gruesos, resecos. Los avances y desplazamientos del joven son más que danza, lamento. Pura luz y sombras, cuerpo puro: fuego. 

Me quito la ropa, primero la falda, la blusa abotonada, el brassier y por último la tanga de satín a juego, mis vellos se erizan ante la repentina ráfaga tibia que entra por la ventana. Lo miro sin parpadear; lo enfoco con la cámara, disparo y la deposito encima de la mesa. Latido y pausa. 

Desnuda, me balanceo sin perderlo de vista. Mi piel caliente dialoga con la suya, cuerpo a cuerpo. Un hilo invisible nos une, nos incita a realizar movimientos asimétricos. 

Al finalizar su rutina, hace unos estiramientos hasta quedar en total quietud con el cuerpo empapado en sudor, el pelo crespo lame sus clavículas. Como todas las noches, coloca encima del escritorio la hilera de M&M. Tomo la cámara y lo enfoco. Una gota de sudor cae sobre la cubierta de madera. Esta vez separa las de color azul. 

Acerco la imagen, mis dedos sudorosos resbalan sobre el material que rodea la lente. El sonido del clic de mi cámara retumba en mi cabeza. Deposita una en su lengua, las aletillas de la nariz se dilatan. Enfoco su cuello, la manzana de Adán, húmeda, palpita al tragarla. Sus labios se abren en espera de la siguiente. Hago una última toma. Mis pies se encaminan a la mesa donde tengo los paquetitos, abro uno esperanzada en que haya varias grageas del mismo color. Me limpio el sudor de las palmas sobre mi muslo. Enfilo las grageas y me meto una a la boca. Mi corazón rendido, bombea lento. Latido y latido, labios pintados de azul, saliva y sudor azul. Cierro los párpados y me reclino en el sillón. Mi cuerpo laxo se hunde en la tapicería de terciopelo. Mi piel húmeda es desierto, infinito, nada.

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