Arquitectura > El efecto San Miguel

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Por Luis Camarena

Fotos: Lander Rodríguez

En innumerables ocasiones me he preguntado afanosamente qué hace de San Miguel de Allende una ciudad tan atractiva. Aunque parece evidente, la respuesta es harto difícil. San Miguel no ha sido nunca una ciudad de palacios. No fue una gran urbe si hablamos de sus dimensiones, ni una ciudad cuya actividad económica o cultural pudiera jactarse de actuar como un motor preponderante. Su arquitectura, salvo algunos pocos edificios –sobre los cuales no me detendré a hablar en esta ocasión–, había sido, hasta hace poco, de un refinamiento más bien modesto. 

¿Qué me lleva entonces a compararla con otras ciudades más señoriales, más significativas, y terminar diciendo que éste, nuestro pueblo, me da mucho más; que eleva mis emociones a alturas donde aquellas ni siquiera me acercan?

Creo que la primera razón de peso se debe a su topografía. A diferencia de la clásica ciudad colonial, San Miguel nace y crece incrustada en una accidentada superficie entre colinas. Por esta misma razón, su trazo es irregular, a diferencia de la traza ortogonal de otras ciudades. Un asunto de sinuosidad. Nuestras calles no son ni rectilíneas ni planas, son sinuosas e inclinadas, a veces, incluso, abruptas. Por consiguiente, los efectos de la perspectiva de aproximación producen una riqueza morfológica imposible en la ciudad ortogonal.

El peatón, en su recorrido serpenteante, se dirige y se detiene, observa y conserva en la memoria el impacto de las formas erigidas, para continuar, en una especie de misteriosa curiosidad, ascendiendo o bajando según el caso, para irse forjando la imagen de un todo abundante en variaciones. Por si no fuera suficiente, también existe, y de manera relevante, un aspecto de continuidad: el visitante contempla y recorre las formas de la ciudad, y su vista se extiende hasta el confín del paisaje natural. De esta manera, la experiencia de la contemplación y asimilación del contexto urbano pareciera terminar sólo hasta el momento en que la vista se pierde en la contemplación del paisaje circundante: valles, montañas, puestas de sol: el paisaje como continuidad de la experiencia citadina. 

Mencioné el tema de las aproximaciones. A manera de ejemplo, fijemos en la mente algunos edificios que en el contexto de la ciudad puedan figurar como hitos urbanos: la Parroquia, los conventos y las iglesias, el edificio de los antiguos manantiales del Chorro, su Parque Benito Juárez o su increíble Jardín –que en otras ciudades de nuestro país solemos llamar zócalo–, y arribemos a ellos haciendo estos recorridos sinuosos e inclinados de los que hablamos. De inmediato descubriremos que nunca llegamos de frente, siempre lo hacemos con un sentido de aproximación oblicuo y en desnivel. Las perspectivas, por tanto, se proyectan hacia distintos puntos de fuga, lo cual multiplica los efectos estéticos tanto de estos hitos urbanos como de los paramentos de las fachadas que corren a lo largo de las calles. Topografía, sinuosidad, aproximación y continuidad. Características de valor. Valores que suman. Mas el efecto San Miguel no termina ahí. Debo mencionar otro aspecto fundamental: su escala. ¿Han notado que la proporción de los espacios públicos en San Miguel se remite ante todo al individuo, aún en sus manifestaciones de colectividad? Así es, en nuestra ciudad el espacio público no se desborda hacia lo colectivo en términos de escala, sino que permanece, como por efecto de un sortilegio, en una dimensión más bien íntima. El resultado es una grata sensación de pertenencia: la arquitectura no sólo nos contiene, sino que nos acoge. Como si el discurso de las formas construidas no fuese el de la grandilocuencia de las instituciones, sino el de la persistente idea de la persona, del individuo, como centro de todo.

Lo mismo sucede con los elementos de nuestra arquitectura. La escala de los edificios se remite al individuo y no al colectivo. Hablamos entonces de proporción. ¿Y qué es la proporción sino un sistema de relaciones entre las partes de un espacio o un edificio? Nuestra arquitectura preserva aún una escala cuyo punto de referencia es la persona. La referencia no es el grupo; aunque las agrupaciones se dan, estas suceden a una escala inmediata, como si la gente que nos rodea fueran invitados deambulando en el jardín de nuestra casa.

Quizás esta sea la razón que impele a la colectividad a manifestarse de maneras tan cercanas y tangibles. La escala fomenta el rito. Contamos con múltiples conmemoraciones que se expresan a lo largo y ancho de la ciudad en rituales que ocurren a sólo un paso del transeúnte. La escala acorta las distancias. De pronto, danzante y espectador parecen fundirse en un solo arrojo celebratorio. Todo esto da mucho de qué hablar, como lo son, por ejemplo, la naturaleza de los ritos y el sincretismo; temas en los que no me detendré de momento por falta de espacio, salvo para aludir que San Miguel es también la ciudad del sincretismo y los ritos por excelencia. 

Desgraciadamente, y es preciso decirlo, estas cualidades están sufriendo alteraciones preocupantes debido a la especulación inmobiliaria y la implantación de edificios de gran escala y cuyo valor arquitectónico no sólo es nulo, sino materialmente vergonzoso.

Grato sería que esta reflexión echara raíces, y que se multiplicaran los espacios en los que se pudiera hablar notoriamente de estas anomalías. No una voz, sino muchas. Los habitantes de esta maravillosa ciudad nos lo merecemos.

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