Arquitectura funeraria.

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Luis Camarena

Si no morimos como vivimos, 

es porque realmente no fue 

nuestra la vida que vivimos

Octavio Paz

La Arquitectura Funeraria es la que se destina a ritos, ceremonias y al recuerdo de los muertos. Es aquella que incluye tumbas, mausoleos, criptas, cementerios y monumentos conmemorativos. O sea… sencillamente, lo más relevante en el mundo de la Arquitectura.

Lo único que sabemos con certeza desde el momento de nacer, es que nos vamos a morir.

Vaya incertidumbre. ¿Qué demonios va a pasar conmigo cuando me muera? ¿En qué me voy a convertir?… o ¿simplemente dejaré de existir?

Esta incógnita abraza a la humanidad desde que puso un pie en este planeta. Desde entonces, hemos tenido la necesidad de ritualizar este enigma. La creencia de que trascendemos esta vida, por un lado, y el rendir homenaje y memoria a los que se fueron. Apareció entonces el ritual, la ceremonia, y al paso del tiempo, este se cristalizó en monumentos celebratorios. 

Monumentos con una poderosa carga emocional, mística y atávica, sustentada en una inquebrantable y auténtica fe: para lo inexplicable, sólo la fe. No lo podemos demostrar, pero lo creemos, lo deseamos creer; por consiguiente, intentamos trascender: erigimos monumentos para recordar a los muertos, pero también para que los vivos puedan rendir homenaje en un sitio que represente esa subjetiva espiritualidad que emana de la fe: vamos a un sitio donde nuestras almas vivirán eternamente. Y ¿quiénes son las almas? ¡nada menos que nosotros! Ese incierto “qué-pasará” es tan pujante que, en contraposición, erigiremos espacios para ayudar a quienes se fueron a concluir ese último viaje. Que ese puente con el más allá sucede si se efectúa el ritual, si se honra la creencia, y entonces se torna expresión del espíritu. 

El ritual funerario es, en el espectro de la Arquitectura, la de mayor relevancia: se trata nada menos que de la creencia en la supervivencia y el renacimiento de los difuntos.

Para superar esa incertidumbre humana y su deseo de perpetrarse a través de los tiempos, el Ritual Funerario está cargado de simbolismos. El principal valor de estas edificaciones no es el de su funcionalidad, ni siquiera el de su cuantía patrimonial; lo es, en cambio, su altísimo intento de trascendencia.

Esto, en última instancia, está vinculado a las creencias de una cultura. La expresión arquitectónica de estos monumentos está íntimamente ligada con los preceptos de los credos vigentes. 

En el México prehispánico, por ejemplo –y hablo de la cultura mexica, en particular–, se tenía la idea de que al morir los difuntos iniciaban un viaje a Mictlán, que era el lugar de los muertos, donde vivían eternamente: trascendencia. Así, con esa creencia como fundamento, se realizaban los ritos y ceremonias mortuorias. 

Para los arquitectos, concebir un cementerio, o cualquier monumento funerario, es preciso tejer ese vínculo en vigor entre la vida cotidiana y la creencia de lo que sucede después de la muerte.

La carga simbólica de tales edificaciones pone de manifiesto el incierto propósito de nuestras creencias. Digo incierto porque no existe ningún hecho fehaciente que demuestre inequívocamente nuestras presunciones. Actuamos guiados por la fe, no por la certeza científica.

En virtud de esto, creo yo, nuestros edificios adquieren entonces una dimensión espiritual que trasciende las fronteras de lo tangible, de lo demostrable, para materializar de la mejor manera el tamaño de nuestra fe. “La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida”, escribió de manera más convincente Octavio Paz.

Sólo ejerciendo ese propósito, podemos ejecutar obras cuya dimensión y monumentalidad pueden parecer absurdas para una mentalidad mercantilista, pero que en realidad ponen de manifiesto los ideales más arraigados, profundos y auténticos de lo que significa ser humano.

El mausoleo del Taj Mahal en la India, o las pirámides de Guiza en Egipto, son sólo dos ejemplos que muestran, más allá de las palabras, la magnificencia del propósito humano por trascender. Es en estas expresiones donde la humanidad revela su más depurado talento. La materialización de lo simbólico; lo tangible de la materia, cuya último y subjetivo propósito es el de caracterizar lo impalpable del espíritu.

¿Se trata entonces de una Arquitectura para los muertos o de una para los vivos? Me parece que en esta cuestión radica la inmaterialidad simbólica de los edificios funerarios: somos los vivos quienes las erigimos, en parte para recordar u homenajear a los que se fueron, pero también para ayudarlos a cumplir su viaje a un más allá, en donde, presumimos, todos anhelamos.

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