Arquitectura > El Ícono del Arcángel

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Luis Camarena

Los edificios o monumentos icónicos que distinguen de manera inequívoca a una ciudad son algo así como su carta de identidad. Al evocarlos, uno sabe de inmediato a cuál de ellas representan.

Si se menciona a París, en nuestra mente se forma de inmediato la imagen de la Torre Eiffel. Si nos hablan de Londres se nos revela la inconfundible torre del Big Ben. La Puerta de Brandeburgo, el Empire State o la Sagrada Familia, nos llevan a pensar, sin más, en Berlín, Nueva York o Barcelona. 

¿Son, todos ellos, producto de una intención emblemática? Quizás; aunque me parece que más bien estos se van ganando su posición jerárquica a lo largo del tiempo. No lo dicta una voluntad, lo establece la gente, lo establece la tendencia inequívoca del gusto popular. Los hitos representativos de las ciudades conquistan su sitio como aquellos personajes que despliegan un carisma irresistible. 

Con este talante, gozosamente, llegan miles de visitantes al centro de nuestra ciudad para tomarse la instantánea que los muestre al pie del portal de la Parroquia de San Miguel Arcángel, con sus agujas de cantera rosa que parecieran despegar como artefactos capaces de llevarnos hasta el cielo. No ese cielo atmosférico y espléndido que a diario nos ofrece la naturaleza, sino a aquel donde habita el mismísimo Dios. 

Nadie lo duda, el cuerpo de la Parroquia de San Miguel Arcángel nos atrae cuando se mira a lo lejos desde cualquier punto a la distancia. Referencia indiscutible, la fachada de cantera rosa, se yergue, incólume, como la cúspide nevada de un volcán. Su aspecto es de un peculiar estilo neogótico, si nos atenemos al estilo de la Catedral de Colonia, en Alemania, que sirviera de modelo inspiracional para el talentoso maestro de obras indígena Don Zeferino Gutiérrez, su constructor. El habilidoso artesano se inspiró en algunos grabados y postales de la soberbia catedral gótica. El resultado, considerablemente más modesto que el modelo original, fue sin embargo enriquecido –aunque algunos podrían decir desfavorecido– por el sincretismo con el que el diestro constructor y su grupo de trabajadores lograron incorporar al estilo el cándido ingrediente artesanal de sus motivos.

El proyecto para demoler el antiguo pórtico –severamente dañado y en peligro de venirse abajo–, y erguir uno nuevo, no era obra para la cual se contara con recursos ilimitados. El obispo de la diócesis leonesa Don José de Jesús Diez de Sollano hizo la encomienda al maestro Zeferino en el año 1880, si bien la empresa se vislumbraba dificultosa.

Pero la fe y el empecinamiento pueden lograr cosas inauditas. Para el caso de la Parroquia, el proyecto parecía completamente fuera de la realidad, pues la proporción no era menor: demoler las torres dañadas, construir la nueva portada, los nichos, la ventana coral, el atrio, la torre campanario del reloj, así como los altares del interior, sonaba simplemente inalcanzable. Pero a ver, díganselo al maestro Zeferino: “Maestro, no se tienen recursos suficientes, no hay forma de encontrar los materiales adecuados, no se cuenta ni con la mano de obra calificada ni la avanzada tecnología germana ¿cómo ve?”

Detengan a Don Zeferino; díganle que no a Monsieur Gustave Eiffel. Hay hombres que nacen para cumplir sus propósitos; para superar cualquier obstáculo que se interponga en su camino.

La comisión no estuvo exenta de controversias. Con justa razón, los detractores de la iniciativa clamaron por el exceso de sobreponer a la edificación original, de estilo barroco, un portal gótico, así como algunas intervenciones al interior de carácter neoclásico: un horror, un eclecticismo desafortunado.

Cierto es que se trata simplemente de una fachada superpuesta frente a la nave original. Para los puristas –como yo–, el efecto-fachada puede ser considerado una inconsistencia arquitectónica, sin duda. El edificio, en su totalidad, no muestra los gallardos arbotantes que descienden en arco desde los muros a los contrafuertes –y que permiten el adelgazamiento de los muros laterales de la nave, además de sus enormes vidrieras–, carece de las nervaduras ojivales y aparentes que elegantemente sostienen las bóvedas de crucería y las esbeltas columnas interiores características del estilo gótico, que sencillamente no existen.

Es bien sabido que grandes artistas y personalidades de aquel París decimonónico que se preparaba para la Exposición Universal de 1889 –el arquitecto Charles Garnier, ni más ni menos, o el célebre escritor Guy de Maupassant, entre varios– se oponían férreamente a la construcción de la Torre Eiffel, denigrándola con toda suerte de improperios por su fealdad… y ya ven, París sin su Torre es como Romeo sin Julieta.

Que no se me malinterprete: París es una ciudad maravillosa; quizás la más bella del mundo. La Torre Eiffel es sencillamente un ícono emblemático, como lo es la Parroquia de San Miguel Arcángel para la nuestra. 

Pese a los impedimentos, la obra logró estar lista en sólo 10 años, de 1880 a 1990. ¿Cómo? Bueno, trabajo incesante, diario, sin descanso. Se sabe que, para lograrlo, la gente se sumó a la empresa: trabajo de hormigas, trabajo sobrehumano, incluso, trabajo sin sueldo, todo para erigir un templo digno de la fe de este pueblo. Cosa linda de saberse.

Una última coincidencia: Don Zeferino y su equipo de artesanos concluirían su trabajo al año siguiente de la Exposición Universal de París de 1899, en 1890, lo cuál quiere decir que por algún tiempo ambas edificaciones avanzaban simultáneamente.

Nuestra bella Parroquia es el edificio que más se anhela contemplar aquí, séase o no un creyente de la religión católica. La Arquitectura, en muchos casos, trasciende las fronteras de la religión para imponer la potestad de su presencia emblemática. No existe habitante en nuestra ciudad que no sueñe con tener vista hacia ella, y en un día común, la gente que viene de fuera, tanto como los locales, orbitan a su alrededor, atraídos por su irresistible magnetismo.

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