El Eco Inolvidable: Memoria en la Sombra del 2 de Octubre “2 de octubre no se olvida”.

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Pancho Peyo T.

El México de la posguerra vivió un crecimiento económico notable, bautizado como el Desarrollo Estabilizador. Fue la época en que la clase media se expandió y la migración a las ciudades se aceleró. A finales de los años cuarenta, la capital apenas reunía dos millones de habitantes. Por primera vez, muchos de esos nuevos sectores pudieron enviar a sus hijos a la universidad. De ahí nació, en los años sesenta, una generación crítica y consciente, con banderas que ondeaban por la paz, el amor, la igualdad, el feminismo, la cultura y la libertad.

El movimiento estudiantil de 1968 no estalló de la nada. Fue una caldera que se fue calentando desde julio, con choques entre estudiantes y granaderos, hasta alcanzar su punto máximo en septiembre, a las puertas del 2 de octubre. Recuerdo que mi padre mandó a mi hermano mayor a Toluca, presintiendo que lo peor estaba por venir.

En aquel México del “milagro mexicano”, donde el PRI proyectaba una imagen de orden y paz inquebrantables, esa intuición familiar era un acto de lucidez. Era el reconocimiento de que algo en el engranaje del poder se había roto.

La entrada del ejército en Ciudad Universitaria el 18 de septiembre y en el IPN el 24 confirmó públicamente lo que en privado ya se temía. Si el hogar era refugio y la universidad templo del conocimiento, la violación de esos espacios por los tanques marcó el fin de la inocencia para toda una generación.

Ahí radica la fuerza de la memoria traumática: a veces no se recuerda el hecho puntual, sino el clima emocional que lo rodeó. La consigna “no se olvida” nació de esa necesidad de gritar lo que el poder pretendía silenciar. Los periódicos del 3 de octubre, con versiones vagas y tergiversadas, construyeron una realidad paralela. La verdad se volvió conocimiento subterráneo, transmitido de boca en boca, aprendida a descifrar entre los silencios oficiales.

Mi generación fue testigo de la caída de la fachada del sistema. El “milagro mexicano” se reveló como un pacto frágil sostenido por la fuerza bruta. La confianza en el gobierno y las instituciones se quebró para siempre.

En el mundo, la disidencia de 1968 encontró casi siempre respuestas represivas. México no fue la excepción. Tras la convulsión de ese año y durante los setenta, el Estado prohibió conciertos masivos de rock y estigmatizó la cultura juvenil. Y, sin embargo, en un giro paradójico, abrió espacios de contención: surgieron la UAM, nuevas preparatorias y escuelas técnicas, además de organismos dedicados a atender demandas de jóvenes, mujeres e indígenas.

Los ochenta llegaron con el ajuste estructural: control salarial, acuerdos discretos entre gobierno, sindicatos y empresarios, y el viraje hacia el libre comercio, coronado con el TLCAN.

Treinta años después, la paradoja se impone: la economía creció y algunos ascendieron socialmente, pero la desigualdad se agravó y el narcotráfico, ese negocio hijo de las fronteras abiertas, encontró su auge.

Hoy, el mundo enfrenta otra ola de políticas que recortan gobiernos en detrimento de la cultura, la educación, la salud y la igualdad. Y es ahí donde la memoria del 2 de octubre se vuelve más vital que nunca. Representa la voz de una juventud que salió a exigir justicia, derechos humanos y educación frente a la represión.

Me resulta difícil identificar en el panorama digital a esa nueva generación dispuesta a defender con la misma claridad los derechos. Pero confío en que esa voz, como el eco del 68, sigue latente y espera su momento para hacerse escuchar.

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