Retrospectiva > El sionismo: ideología nacionalista de un pueblo oprimido

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Josemaría Moreno

El origen del sionismo es difícil de determinar: un judío religioso podría remontarse a la destrucción del Templo y el exilio del pueblo judío (siglo VI a.C.), aunque como movimiento organizado, su nacimiento se sitúa en la época de formación de los Estados nación europeos. Tras la Revolución Francesa y las Guerras Napoleónicas, algunos países comenzaron a otorgar derechos civiles a los judíos sin exigir su conversión. El sionismo histórico se presenta entonces como un reflejo de este proceso: el surgimiento de una identidad nacional civil y laica, no necesariamente anclada en lo tribal, lo religioso o lo local. Hablamos de un reflejo y no una réplica, porque las diferencias del pueblo judío son notables: ningún otro pueblo existió durante siglos, desde la Antigüedad, sin territorio, disperso, y aun así mantuvo su identidad y continuidad cultural.

En la Europa central del siglo XIX, muchos judíos buscaban integrarse plenamente a las naciones donde residían. Pero en Europa oriental —más empobrecida, con mayor población judía y menor expectativa de emancipación— surgía otra postura: alcanzar la libertad en su tierra histórica. Esta aspiración ancestral, sumada al espíritu romántico europeo y al temor del avance del comunismo, llevó a la creación de un nacionalismo judío singular. Este se forjó desde la educación y el pensamiento ilustrado de su intelligentsia, tanto oriental como occidental, y un arraigo espiritual y físico en Eretz Yisrael, nombre hebreo de la antigua patria. Así nació un sionismo basado en el trabajo colectivo, la conexión con la tierra, la cooperación y la justicia. Los kibbutsim ejemplifican esta utopía inicial, admirada por figuras como Kafka o Einstein. Todo ello, acompañado del regreso a la tierra que el emperador romano Adriano rebautizó como Siria Palestina en el siglo I.

Desde fines del siglo XIX, el sionismo ya no puede desligarse de Palestina, entonces habitada por menos de un millón de árabes y una minoría judía. Tampoco puede separarse del antisemitismo creciente en Europa, que alcanzó su clímax con el Holocausto, uno de los crímenes colectivos más atroces de la historia. En 1947, la ONU propuso dividir Palestina en un Estado árabe y otro judío. Poco después estalló la guerra. Más del 70% de las tierras reclamadas por los palestinos bajo el Mandato Británico fueron ocupadas. Cerca de un millón de palestinos fueron expulsados, más de 500 aldeas destruidas, y el retorno fue negado. A esto se le conoce como la Nakba o “catástrofe palestina”, proceso que muchos historiadores contemporáneos, como Ilan Papé, califican como una forma de limpieza étnica.

Desde entonces, los enfrentamientos armados y diplomáticos entre israelíes y palestinos no han cesado. Para Papé y otros, la única solución duradera sería un Estado único e incluyente que, “desde el río hasta el mar”, acoja en condiciones de igualdad a judíos, palestinos, árabes y todas las personas que lo habiten. Esta propuesta implica, además, un programa de reparación para los palestinos despojados de sus tierras. La solución de dos Estados, en cambio, corre el riesgo —según estos análisis— de institucionalizar un statu quo de desigualdad y violencia.

El sionismo, que comenzó como una ideología legítima para dar hogar a un pueblo sin Estado, se ha transformado con el tiempo en una herramienta política, colonialista y militarizada. Hoy, con el respaldo explícito de potencias como Estados Unidos, sostiene un régimen de ocupación y represión que organismos internacionales y analistas no dudan en señalar como crímenes de guerra y apartheid. En la próxima entrega de esta columna se profundizará en esta dimensión contemporánea.

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