Por Luis Alcantar.
¡Hice más dinero escribiendo esas cuatro canciones para Ozzy que en quince años de Motörhead, es una locura, no! -Lemmy Kilmister.
De todo lo que he perdido, ¡lo que más extraño es mi mente! –Ozzy Osbourne.
Solo hubo y habrá un Ozzy Osbourne, un antes y un después en uno de los géneros musicales más agresivos, pasionales, pero también más arraigados.
El dandysmo ozzyano es incomparable, esa marca salvaje que tiñó sus primeros pasos con Black Sabbath, fue el fuego que lo forjó en su consagración como uno de los fundadores (sí, y con mayúsculas) del arte vocal del metal.
Pero entre la escultura mítica, Ozzy también fue una persona sensible, por ello, la música siempre fue una decisión orgánica, un paso natural. Él supo conjugar oscuridad con dramatismo, una épica privada fundada en una pasión que es compartida por quienes se aproximen a su obra, con su banda, y en su carrera en solitario, siempre acompañado de dream teams musicales.
El señor Osbourne, el tren loco, se despidió en sus términos y eso también cabe en su mito, como un último privilegio: con un concierto (físico y kilométrico), en donde el maestro y protagonista agradeció por todo lo vivido, sobre el escenario y en los estudios de grabación, junto a sus colegas ilustres.
Para muchas personas que disfrutamos de la música, al referir al legado del llamado “Príncipe de las Tinieblas”, podemos decir que nos regaló una casa común para habitar. ¿Cómo no sentirse bien al escuchar Master of Reality, Sabotage, Sabbath Bloddy Sabbath, el debut homónimo, Vol. 4 o Paranoid, verdaderas piedras angulares de poderío en la música?
Ozzy no murió, solo volvió a casa, porque seguirá presente en millones de audífonos y bocinas. Black Sabbath es cultura pop desde hace mucho, alrededor del mundo, del cielo al infierno y de vuelta. Imagine usted la fiesta con la que Ozzy fue recibido por Randy Rhoads y Lemmy Kilmister.