Por Adriana Palomares
Nada duele tanto como llegar a la conclusión de que no te aman como tú amas.
Una historia de amor y lealtad
Llevo treinta y seis años viviendo en este país (EE. UU.), prácticamente toda mi vida. Aprendí a hablar su idioma, me acoplé a sus costumbres, seguí sus reglas, me encariñé con su temporada de futbol americano y me enamoré de sus hamburguesas y papas fritas. A los dieciocho años tuve la oportunidad de convertirme en ciudadana e hice todo lo que requería la ley para lograrlo. Pasé su riguroso examen de historia, pagué una cuota, esperé mucho tiempo y, cuando finalmente llegó el día, manejé una larga distancia para llegar a la ceremonia conmemorativa donde le juré a esta nación mi amor y lealtad ante Dios y el mundo.
Fue un momento muy emotivo. Tomé su bandera de barras y estrellas en mis manos y la agité con orgullo, mientras sentía en el pecho la emoción de llamarme ciudadana estadounidense. Mi orgullo y amor por este país no se detuvo allí. Estudié leyes y me convertí en abogada. Fue un proceso largo, difícil y costoso. Para darte una idea: según el perfil 2020 de la American Bar Association, solo el 5 % de los abogados en EE. UU. son hispanos, a pesar de que la población hispana representa el 18.5 %.
Desde hace quince años ejerzo la abogacía en este país, siempre dando lo mejor de mí y defendiendo su Constitución con ética y lealtad. Llevo años pagando impuestos y contribuyendo positivamente al bienestar de mi comunidad. Mi familia y yo hemos echado raíces aquí. Trabajamos mucho y logramos comprar una casa en el mismo barrio donde crecí. Me considero una ciudadana ejemplar, y creí que este país me correspondía el amor que yo le he profesado.
El momento mágico
Fue en un partido de béisbol entre los Dodgers de Los Ángeles y los Yankees de Nueva York, en el estadio de los Dodgers, donde sentí esa vibración mágica que me hacía creer que ese amor era mutuo. Una enorme bandera estadounidense se extendía sobre el campo, fuegos artificiales estallaban en rojo, blanco y azul sobre el cielo angelino, y el himno nacional retumbaba en cada rincón del estadio como un jonrón al corazón. Se me erizó la piel y sentí un orgullo inmenso de ser American. Me sentí parte del melting pot, de esa diversidad cultural que tanto presumíamos en años pasados. Hasta olvidé que el color de mi piel morena alguna vez había sido un problema.

La caída del velo
Como en toda historia de amor no correspondido, llegó el momento devastador en el que se cae el velo y se revela la verdad. El instante en que una se da cuenta de que todo lo que creyó mutuo era, en realidad, una ilusión unilateral. La bofetada de la realidad llegó sin aviso, sin compasión, el 6 de junio de 2025.
Durante una pausa en el trabajo, abrí redes sociales y abundaban videos de redadas de ICE —la temida migra— en pleno corazón de Los Ángeles. Agentes federales invadieron la ciudad y comenzaron a detener a las primeras de muchas personas latinas. No pasaron ni tres horas antes de que activistas, congresistas, ciudadanos, abogados y líderes comunitarios se manifestaran frente al edificio federal de migración. Llevaban pancartas que decían: “Somos California: si vienen por uno, vienen por todos” y “ICE fuera de LA”, entre otras. Las banderas tricolores de Estados Unidos y México ondeaban entre la multitud.
La energía era de enojo, consternación, pero sobre todo de unidad. Nadie imaginó que ese sería solo el primer día de un mes entero de persecución, odio y ataque directo a la comunidad latina. Las redadas continuaron, y también las protestas; algunas se tornaron tensas, pero nunca al grado que la Casa Blanca quiso hacer ver. El gobierno federal usó los actos vandálicos de unos pocos para justificar su control autoritario: desplegó la Guardia Nacional y la Marina en la ciudad, en clara amenaza al derecho constitucional a protestar y reunirse pacíficamente.
Videos virales mostraban a la policía y a la Guardia Nacional golpeando civiles, usando gases lacrimógenos y arrestando con fuerza excesiva a personas indefensas. Para el 14 de junio, millones de personas se manifestaron por todo el país en una marcha histórica llamada “No Kings Day”, donde se alzaron voces de protesta contra las redadas y en defensa de la democracia y la Constitución.
Según la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (American Civil Liberties Union), parte de la coalición que organizó las manifestaciones, más de 5 millones de personas participaron en más de 2,100 marchas y protestas en todo el país. Aunque las manifestaciónes enviaron un claro mensaje de solidaridad hacia los inmigrantes, esto no detuvo las redadas. Al contrario: ya se habían propagado como cáncer por Los Ángeles y otras ciudades santuario de los EE. UU.
Ha habido rumores de que ICE contrató cazarrecompensas, ofreciéndoles entre $1,000 y $1,500 dólares por cada persona detenida. Se afirma que están exentos de ciertas leyes tras haber sido nombrados agentes auxiliares por ICE. También se reportó que se ha ordenado cumplir una cuota diaria de 3,000 arrestos migratorios, ya que el presidente planea llenar los centros de detención de ICE, incluidos aquellos operados por empresas privadas con fines de lucro. Para alcanzar la meta, han detenido a personas sin antecedentes, simplemente por parecer indocumentadas. Han utilizado el perfilamiento racial como herramienta para cazar, detener y violentar a gente parecida a mí.
El miedo se instala
“Agentes” encapuchados, en autos comunes sin placas gubernamentales y con armas de alto calibre, invadieron las calles. Empezaron a secuestrar gente a plena luz del día. Los carritos de paletas y frutas quedaron varados en media calle, los puestos de tacos abandonados. Conforme pasaban los días, desaparecen vecinos, compañeros de trabajo, madres y padres de familia, amigos, conocidos…
Cada día, la migra invade barrios, tiendas, estacionamientos, gasolineras, escuelas, iglesias, parques, centros comerciales, campos agrícolas… cualquier lugar donde pueda haber personas indocumentadas. Se habilitó una línea para reportar inmigrantes —sin prueba alguna. Por radio y televisión, se lanzan comerciales amenazantes: “Serán atrapados. Serán deportados y nunca regresarán”. Los restaurantes, que apenas se recuperaban de la pandemia y los incendios, volvieron a quedarse sin comensales. Las calles se vaciaron. El miedo se ha apoderado de la ciudad.
Ya es común, ciertas madrugadas, despertar con una escalofriante alerta por altavoz:
“No salga. No abra la puerta. ICE está aquí.”
Me paraliza. Incluso en mi barrio privilegiado de Pasadena ha llegado ICE. A pesar de ser ciudadana, siento un miedo profundo. Sé que solo por ser morena podrían detenerme, interrogarme y quizá arrestarme sin debido proceso. Yo afortunadamente, puedo defenderme porque conozco mis derechos, pero los demas no.
Pienso seguido en los jornaleros que se reunían afuera del Winchell’s Doughnuts cerca de mi casa. Hace unos días, se anunció que habían detenido a seis de ellos en esa esquina. Los paisanos tienen miedo. Se ocultan en las sombras de la ciudad. Documentados e indocumentados, todos los latinos en Los Ángeles vivimos con temor.
Cientos de miembros de mi comunidad angelina han sido detenidos —interrumpiendo su vida cotidiana, separando familias y esparciendo el terror por cada rincón de nuestra metrópoli. Esto, a pesar de que las estadísticas demuestran que los inmigrantes aportan miles de millones en impuestos al país sin recibir reembolso alguno; a pesar de que hacen los trabajos más pesados y menos deseados.
El colapso
Los días pasan, y mis propios clientes y conocidos me llaman aterrados. Una señora me habló entre lágrimas ayer:
—Tengo palpitaciones, dolor de estómago, abogada. Necesito pagar la renta, pero tengo miedo de salir a trabajar. ¿Qué hago?
Me tomó más de media hora consolarla.
Mi teléfono suena constantemente. Mensajes, llamadas, todas llenas de desesperación:
—¿Qué pasará con mis hijos?
—¿Qué pasará con mi casa?
—Temo ir a mi cita de diálisis.
—Abogada, ¿qué hago?
Escuchar el pavor en sus voces es desgarrador. Trato de ser fuerte, de recordarles sus derechos constitucionales, de animarlos, mientras el miedo también se apodera de mí. El horror, la impotencia, la rabia… se propagan por mi cuerpo.
El estrés crónico de vivir una persecución real me ha quebrado. A pesar de ser abogada, me he sentido débil, insignificante. Y por primera vez en mi vida, me ha cruzado por la mente si es momento de volver a migrar.
Una decisión dolorosa
Cuando migré por primera vez a este país, no tuve opción. Pero hoy, mientras vivo en carne propia este ataque vil contra tanta gente latina; mientras soy testigo de la separación cruel de familias, los arrestos sin pruebas ni debido proceso, los actos de odio contra mi gente, me he preguntado si vale la pena ser parte de una sociedad que se gobierna a base del odio y el miedo.
Muchos de los que migramos lo hicimos escapando de algún mal. Muchos vinimos a trabajar y construir un sueño. Muchos hemos sacrificado sudor y lágrimas para lograr vivir dignamente. Lo que se vive hoy en mi ciudad de Los Ángeles y por todo el país duele… y quiebra hasta al más fuerte.
Hoy es 3 de julio de 2025, un día antes del Día de la Independencia de Estados Unidos. En mi barrio no se siente emoción. No se siente patriotismo. No se escuchan los famosos cuetes anunciando la llegada del festejo. En lo personal, no me nace celebrar. No porque no ame a este país…Sino porque comprendí una verdad dolorosa: No importa cuánto haga por pertenecer, por complacer, por amar a este país…Estados Unidos nunca me amará por el simple hecho de ser morena.